domingo, 12 de agosto de 2012

Vanka,de Anton Chéjov (relato del Día del Niño)

Vanka Chukov, un muchacho de nueve años, a quien habían colocado hacía tres meses en casa del zapatero Alojin para que aprendiese el oficio, no se acostó la noche de Navidad.
      Cuando los amos y los oficiales se fueron, cerca de las doce, a la iglesia para asistir a la misa del Gallo, cogió del armario un frasco de tinta y un portaplumas con una pluma enrobinada, y, colocando ante él una hoja muy arrugada de papel, se dispuso a escribir.
      Antes de empezar dirigió a la puerta una mirada, en la que se pintaba el temor de ser sorprendido, miró al icono obscuro del rincón y exhaló un largo suspiro.
      El papel se hallaba sobre un banco, ante el cual estaba él de rodillas.
      «Querido abuelo Constantino Makarich —escribió—: Soy yo quien te escribe. Te felicito con motivo de las Navidades y le pido a Dios que te colme de venturas. No tengo papá ni mamá; sólo te tengo a ti...
      Vanka miró a la obscura ventana, en cuyos cristales se reflejaba da bujía, y se imaginó a su abuelo Constantino Makarich, empleado a la sazón como guardia nocturno en casa de los señores Chivarev. Era un viejecillo enjuto y vivo, siempre risueño y con ojos de bebedor. Tenía sesenta y cinco años. Durante el día dormía en la cocina o bromeaba con los cocineros, y por la noche se paseaba, envuelto en una amplia pelliza, en torno de la finca, y golpeaba de vez en cuando con un bastoncillo una pequeña, plancha cuadrada, para dar fe de que no dormía y atemorizar a los ladrones. Acompañábanle dos perros: Canelo y Serpiente. Este último se merecía su nombre: era largo de cuerpo y muy astuto, y siempre parecía ocultar malas intenciones; aunque miraba a todo el mundo con ojos acariciadores, no le inspiraba a nadie confianza. Se adivinaba, bajo aquella máscara de cariño, una perfidia jesuítica.
      Le gustaba acercarse a la gente con suavidad, sin ser notado, y morderla en las pantorrillas. Con frecuencia robaba pollos de casa de los campesinos. Le pegaban grandes palizas; dos veces había estado a punto de morir ahorcado; pero siempre salía con vida de los más apurados trances y resucitaba cuando le tenían ya por muerto.
      En aquel momento, el abuelo de Vanka estaría, de fijo, a la puerta, y mirando las ventanas iluminadas de la iglesia, embromaría a los cocineros y a las criadas, frotándose las manos para calentarse. Riendo con risita senil les daría vaya a las mujeres.
      —¿Quiere usted un polvito? —es preguntaría, acercándoles la tabaquera a la nariz.
      Las mujeres estornudarían. El viejo, regocijadísimo, prorrumpiría en carcajadas y se apretaría con ambas manos los ijares.
      Luego les ofrecería un polvito a los perros. El Canelo estornudaría, sacudiría la cabeza, y, con el gesto huraño de un señor ofendido en su dignidad, se marcharía. El Serpiente, hipócrita, ocultando siempre sus verdaderos sentimientos, no estornudaría y menearía el rabo.
      El tiempo sería soberbio. Habría una gran calma en la atmósfera, límpida y fresca. A pesar de la obscuridad de la noche, se vería toda la aldea con sus tejados blancos, el humo de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha, los montones de nieve. En el cielo, miles de estrellas parecerían hacerle alegres guiños a la Tierra. La Vía Láctea se distinguiría muy bien, como si, con motivo de la fiesta, la hubieran lavado y frotado con nieve...
      Vanka, imaginándose todo esto, suspiraba.
      Tomó de nuevo la pluma y continuó escribiendo:
      «Ayer me pegaron. El maestro me cogió por los pelos y me dio unos cuantos correazos por haberme dormido arrullando a su nene. El otro día la maestra me mandó destripar una sardina, y yo, en vez de empezar por la cabeza, empecé por la cola; entonces la maestra cogió la sardina y me dio en la cara con ella. Los otros aprendices, como son mayores que yo, me mortifican, me mandan por vodka a la taberna y me hacen robarle pepinos a la maestra, que, cuando se entera, me sacude el polvo. Casi siempre tengo hambre. Por la mañana me dan un mendrugo de pan; para comer, unas gachas de alforfón; para cenar, otro mendrugo de pan. Nunca me dan otra cosa, ni siquiera una taza de té. Duermo en el portal y paso mucho frío; además, tengo que arrullar al nene, que no me deja dormir con sus gritos... Abuelito: sé bueno, sácame de aquí, que no puedo soportar esta vida. Te saludo con mucho respeto y te prometo pedirle siempre a Dios por ti. Si no me sacas de aquí me moriré.»
      Vanka hizo un puchero, se frotó los ojos con el puño y no pudo reprimir un sollozo.
      «Te seré todo lo útil que pueda —continuó momentos después—. Rogaré por ti, y si no estás contento conmigo puedes pegarme todo lo que quieras. Buscaré trabajo, guardaré el rebaño. Abuelito: te ruego que me saques de aquí si no quieres que me muera. Yo escaparía y me iría a la aldea contigo; pero no tengo botas, y hace demasiado frío para ir descalzo. Cuando sea mayor te mantendré con mi trabajo y no permitiré que nadie te ofenda. Y cuando te mueras, le rogaré a Dios por el descanso de tu alma, como le ruego ahora por el alma de mi madre.
      «Moscú es una ciudad muy grande. Hay muchos palacios, muchos caballos, pero ni una oveja. También hay perros, pero no son como los de la aldea: no muerden y casi no ladran. He visto en una tienda una caña de pescar con un anzuelo tan hermoso, que se podrían pescar con ella los peces más grandes. Se venden también en las tiendas escopetas de primer orden, como la de tu señor. Deben costar muy caras, lo menos cien rublos cada una. En las carnicerías venden perdices, liebres, conejos, y no se sabe dónde los cazan.
      «Abuelito: cuando enciendan en casa de los señores el árbol de Navidad, coge para mí una nuez dorada y escóndela bien. Luego, cuando yo vaya, me la darás. Pídesela a la señorita Olga Ignatievna; dile que es para Vanka. Verás cómo te la da.»

      Vanka suspira otra vez y se queda mirando a la ventana. Recuerda que todos los años, en vísperas de la fiesta, cuando había que buscar un árbol de Navidad para los señores, iba él al bosque con su abuelo. ¡Dios mío, qué encanto! El frío le ponía rojas las mejillas; pero a él no le importaba. El abuelo, antes de derribar el árbol escogido, encendía la pipa y decía algunas chirigotas acerca de la nariz helada de Vanka. Jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, parecían, en su inmovilidad, esperar el hachazo que sobre uno de ellos debía descargar la mano del abuelo. De pronto, saltando por encima de los montones de nieve, aparecía una liebre en precipitada carrera. El abuelo, al verla, daba muestras de gran agitación y, agachándose, gritaba:
      —¡Atrápala!¡Atrápala! ¡Ah, diablo!
      Luego el abuelo derribaba un abeto, y entre los dos le trasladaban a la casa señorial. Allí, el árbol era preparado para la fiesta. La señorita Olga Ignatievna ponía mayor entusiasmo que nadie en este trabajo. Vanka la quería mucho. Cuando aún vivía su madre y servía en casa de los señores, Olga Ignatievna le daba bombones y le enseñaba a leer, a escribir, a contar de uno a ciento y hasta a bailar. Pero, muerta su madre, el huérfano Vanka pasó a formar parte de la servidumbre culinaria, con su abuelo, y luego fue enviado a Moscú, a casa del zapatero Alajin, para que aprendiese el oficio...
      «¡Ven, abuelito, ven! —continuó escribiendo, tras una corta reflexión, el muchacho—. En nombre de Nuestro Señor te suplico que me saques de aquí. Ten piedad del pobrecito huérfano. Todo el mundo me pega, se burla de mí, me insulta. Y, además, siempre tengo hambre. Y, además, me aburro atrozmente y no hago más que llorar. Anteayer, el ama me dio un pescozón tan fuerte, que me caí y estuve un rato sin poder levantarme. Esto no es vivir; los perros viven mejor que yo... Recuerdos a la cocinera Alena, al cochero Egorka y a todos nuestros amigos de la aldea. Mi acordeón guárdale bien y no se lo dejes a nadie. Sin más, sabes te quiere tu nieto
Vanka Chukov.
      Ven en seguida, abuelito.»

      Vanka plegó en cuatro dobleces la hoja de papel y la metió en un sobre que había comprado el día anterior. Luego, meditó un poco y escribió en el sobre la siguiente dirección:
      «En la aldea, a mi abuelo.»
      Tras una nueva meditación, añadió:
      «Constantino Makarich.»
      Congratulándose de haber escrito la carta sin que nadie se lo estorbase se puso la gorra, y, sin otro abrigo, corrió a la calle.
      El dependiente de la carnicería, a quien aquella tarde le había preguntado, le había dicho que las cartas debían echarse a los buzones, de donde las recogían para llevarlas en troika a través del mundo entero.
      Vanka echó su preciosa epístola en el buzón más próximo...
      Una hora después dormía, con la boca torcida por una sonrisa y los puñitos apretados...
      Vio en sueños la cálida estufa aldeana. Sentado en ella, su abuelo les leía a las cocineras la carta de Vanka. El perro Serpiente se paseaba en torno de la estufa y  movía la cola...

miércoles, 8 de agosto de 2012

El Elixir de Buffalo Bill



En el siglo XVIII, la colonia de Massachusetts pagaba cien libras esterlinas por cada cuero cabelludo arrancado a un indio.
Cuando los Estados Unidos conquistaron su independencia,los cueros cabelludos ("scalps") se cotizaron en dólares.
En el siglo XIX Buffalo Bill Cody se consagró como el mayor desollador de indios y el gran exterminador de búfalos que le dieron fama y renombre.
Cuando los 70.000.000 de búfalos habían sido reducidos a menos de 1.000 y los últimos indios rebeldes se habían rendido por hambre,Buffalo Bill paseó por el mundo su gran espectáculo,el Wild West Circus.A un ritmo de una ciudad cada dos días,él rescataba diligencias acosadas por salvajes,cabalgaba potros indomables y disparaba balazos que partían a una mosca por la mitad.Jinetes de todo el mundo participaban del show : indios,beduinos,cosacos,hasta gauchos argentinos.

Buffalo Bill Cody y su troupe.

"The South American Gauchos"


El héroe interrumpió su show para pasar con su familia la primera Navidad del siglo XX.
Rodeado por los suyos,en el calor del hogar,alzó la copa,brindó,bebió y cayó fulminado al suelo.
En la demanda de divorcio,acusó de envenenamiento a su esposa Lulú.

Ella confesó que le había metido algo en el trago,pero dijo que era un elixir de amor,marca Sangre de Dragón,que un gitano le había vendido....


                                                                     

lunes, 6 de agosto de 2012

Under Your Spell


La gitana siguió golpeando las cartas con su uña púrpura profundo y mirándolas pensativa.Golpeaba,pensaba,giraba.Una carta.Otra.Otra.Frunció los labios.
Sacudió la cabeza.Por más vueltas que le de,el resultado será el mismo,decía su gesto.
-El problema es que te han hechizado.
Mirada.
-Él te ha hechizado-puntualizó.
-Pero...
Me hizo callar con un gesto.
-Estás hechizada,por eso sólo puedes pensar en él,y por eso tu cuerpo ya no puede estar sin él.
-Él no haría eso-le dije-.Él...no se tomaría el trabajo-admití.
-No importa,mi niña.No importa si lo hizo a propósito o si no lo pudo evitar.No importa si le interesa o no.Por eso es que despiertas de madrugada sintiéndolo,por eso recuerdas cada matiz de su voz,por eso estás tan triste,y tan plena a un tiempo,por eso si te concentras bien puedes sentir por un segundo su respiración en tu cuello y su mano en tu muñeca sujetándote,y ver su mirada clavada en la tuya.Tienes un hechizo sobre tí,y así son las cosas.

Sentí que me sofocaba.

-Pero...¿no hay modo de romperlo?¿De quebrar el hechizo y ser libre otra vez?
Sacudió la cabeza otra vez.
-Estas ataduras no se rompen,mi niña...sólo el tiempo,el tiempo y la rutina,las desgastan,y hasta pueden llegar a matarlas para siempre.
-Pero yo no tengo ni tiempo ni rutina con él-,le dije,pensando en cuánto me gustaría tenerlos...y me dí cuenta de que sí estaba bajo un hechizo.
-¿Y si me pongo una máscara?-le espeté desesperada-¿Si salgo con mis amigas y bebo y canto y río para dejar de pensar?
Me miró,los ojazos verdes entornados.
-No es un remedio mágico...Pero puede ayudar.