jueves, 6 de enero de 2011

Arte: "Episodio de la Fiebre Amarilla en Buenos Aires " (1871).

El cuadro (óleo sobre tela, 230 x 180 cm.) muestra el ingreso de los doctores Roque Pérez y Manuel Argerich a la pieza de un conventillo de la calle Balcarce, el 17 de marzo de 1871. Encuentran a la inmigrante italiana Ana Bristiani muerta y junto a ella, su hijito tratando de alimentarse de su pecho.

El autor: Juan Manuel Blanes,uruguayo.En la Argentina trabajó a las órdenes del presidente Urquiza y se le encargaron,entre otros, retratos de San Martín. Un museo lleva su nombre en Montevideo.


Los detalles:

La obra transmite la condición social de la familia: el cuerpo despojado de elementos, ni sillas, ni mesas,la cama donde yace el padre cubierta con un manto y una sábana,y a su cabecera un crucifijo y la Virgen del Carmen.La mayoría de la población huyó, como puede verse en la casa que está enfrente y se encuentra perfectamente cerrada. Dos objetos que hablan: Blanes ubicó una cuchara y una taza en el piso; probablemente, para no contagiar al bebé, la madre buscó formas alternativas al pecho para  alimentarlo.

La epidemia:

Hubo un aviso, pero  los muertos eran pobres, de los barrios bajos, y la epidemia de cólera de 1867, con sus casi 600 fallecidos, fue tomada como una comprobación de las leyes malthusianas que invitaban a los ricos a sentir cierto alivio cuando morían tantos pobres. Se venían denunciado las pésimas condiciones de vida de la mayoría de la población que carecía de agua potable y servicios cloacales.



Según el censo de 1869 , Buenos Aires tenía casi doscientos mil habitantes. No había recolección de residuos y los basurales abundaban particularmente en los "barrios bajos". El método para achicar los volúmenes de basura era absolutamente insalubre y consistía en pasar por encima de los desperdicios una gran piedra aplanadora que reducía el tamaño de los desperdicios pero no los eliminaba ,sino que los dispersaba y los preparada para ser usados como relleno de terrenos bajos y desniveles sobre los que, en el mejor de los casos, se ponían adoquines. Los saladeros arrojaban displicentemente sus desperdicios orgánicos a las aguas del Riachuelo.
A todo este insalubre panorama se sumaba la falta de reglamentación sobre el entierro de los fallecidos, que eran inhumados prácticamente al ras del suelo y bastaba una lluvia regular para que los restos cadavéricos se incorporaran a los riachos que confluían al Riachuelo. Todas estas fuentes infecciosas convivían sin ser molestadas en la gran urbe del Sur. El Estado estaba ausente con aviso y sólo faltaba que una epidemia pusiera a prueba la eficiencia de las leyes del mercado.
La peste llegó en enero de 1871. Todo parece indicar que los vectores de la enfermedad llegaron en un barco procedente de Asunción del Paraguay y encontraron muchos sitios propicios para reproducirse en los innumerables charcos y pantanos de las zonas cercanas al puerto, ensañándose particularmente con las barriadas populares de San Telmo y Montserrat. Los primeros casos se dieron en las casas de inquilinato ubicadas en Bolívar 392 y Cochabamba 113 y casi inmediatamente el episodio dejó de ser una rareza para generalizarse.
Faltaban diez años para que el doctor Carlos Finlay expusiera su tesis en un Congreso médico en La Habana que demostraría que el causante de la enfermedad era un mosquito llamado Aedes aegypti y que el mal no se propagaba por contagio. Pero por aquellos días de 1871, frente a la ignorancia, cundió la histeria y la histórica culpabilización de la pobreza por parte de los miembros del poder. "Fueron los conventillos los que padecieron este tipo peculiar de requisa. Los desdichados inmigrantes, desarraigados, perdidos en medio de la locura en que se hallaban sumergidos, contemplaban entre desolados y temerosos a esos señores que les impartían órdenes incomprensibles. Recién comenzaban a entenderse cuando a empujones los echaban a la calle, muchas veces sin dejarles recoger sus pertenencias. Es natural que se resistieran, que gritaran su desvalimiento, que intentaran salvar lo poco que tenían. Pero todo cuanto había en la casa estaba condenado. Policías y comisionados recogían las míseras camas, los pobres enseres y la ropa de los inquilinos, los apilaban en el patio y encendían una hoguera, verdadero auto de fe. El conventillo era encalado, desinfectado y cerrado. Los comisionados y la policía se iban y quedaban los inmigrantes en la calle librados a su suerte" (Diario de Mardoqueo Navarro en Anales del Departamento Nacional de Higiene, número 15, año IV, abril de 1894).
Creció exponencialmente la xenofobia y la persecución contra los italianos en particular y contra los habitantes de los conventillos en general. La fiebre, llamada amarilla por la ictericia que viraba el color de los enfermos, se extendió rápidamente por los barrios más populares de la Capital. Las familias de clase alta comenzaron un éxodo hacia la zona norte de Buenos Aires, especialmente Tigre,San Fernando y San Isidro,donde se alojaban en las casonas que usualmente eran para pasar las vacaciones.Muchos de estos palacetes siguen en pie.
Entre los emigrantes estaban el presidente Sarmiento y el vicepresidente Alsina,que  abandonaron la ciudad y a sus habitantes a la buena de Dios, mientras el diario La Prensa decía: "Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en el alto ejercicio que le confiaron los pueblos".

El número de muertos se fue incrementando día a día hasta llegarse el 10 de abril al récord de 563 muertos en un solo día. Los hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio que se creó en la Chacarita de los Colegiales.
Las víctimas eran transportadas en el llamado "tren de la muerte" que tenía como locomotora a la legendaria Porteña. Partía de la actual esquina de Jean Jaurés y Corrientes y llegaba con sus tres vagones cargados de muerte hasta la nueva necrópolis.
La ciudadanía, convocada por el poeta Evaristo Carriego, se movilizó a la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo) y allí unas 8.000 personas decidieron conformar una Comisión Popular presidida por el doctor Roque Pérez, que con acciones de notable heroísmo -en medio de las cuales falleció- y el doctor Francisco Javier Muñiz, entre otros, trató de llenar el vacío dejado por el gobierno ausente y ocuparse de la situación de emergencia. La cifra oficial de muertos fue de 13.614. La mitad eran niños.


Sólo después de la tragedia comenzaron a ser debatidos los proyectos para emprender las tareas tendientes para que los habitantes de Buenos Aires tuvieran agua potable y cloacas. Pero en cuanto comenzaron a quedar atrás los ecos de la fiebre amarilla, los proyectos se fueron cajoneando y sólo se encararon los que correspondían al Barrio Norte y Recoleta, donde moraban ahora los poderosos que habían abandonado tras la epidemia sus casonas de San Telmo y Montserrat para convertirlas en rentables e insalubres conventillos.


La peste había pasado, las condiciones que la habían hecho posible seguían prácticamente inalteradas.
Recién en  1930  las cloacas y el agua potable llegaron a la mayoría de los barrios de Buenos Aires.


fuente//Clarín.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario